La isla del ayer refleja la profunda identidad mallorquina del autor, que quiere dejar constancia de los recuerdos y costumbres de una forma de vivir desaparecida. En el paisaje de la memoria, la Mallorca de su infancia y juventud parecía un auténtico paraíso perdido frente a todo lo que vino después. La isla del ayer se destaca por su amena lectura, la riqueza de su vocabulario, la nitidez de los detalles, y un gran de sentido del humor. Situada entre finales del siglo xix y las primeras dos décadas del siglo xx, las memorias describen la vida de un niño y adolescente que es testigo del pasado y futuro de la isla. Como fondo está la vida rural de las fincas de su familia, las higueras, los nacimientos de sus ocho hermanos y figuras históricas como su tío Don Antonio Maura o el Archiduque Luis Salvador. Maura retrata la tensión entre el mundo antiguo de la isla y la incipiente modernidad: desde el primer automóvil de la familia a la invasión de turistas franceses, ingleses y alemanes que cambiarían para siempre la identidad social y lingüística de Mallorca hasta dejar una isla irreconocible.
Manuel Maura Salas nació en Palma de Mallorca en 1892. Era sobrino del Presidente del Consejo de Ministros Don Antonio Maura. Su padre, Francisco Maura Montaner, fue un reconocido pintor que había hecho sus estudios en la Academia Española de Roma. La familia de su madre, Juana Salas Sureda, tenía fincas mallorquinas. Maura disfrutó plenamente de la vida en Palma y en estas fincas durante su infancia y adolescencia. Las raíces ancestrales y campestres de la isla le marcaron para siempre, aunque su familia se trasladó a Madrid donde hizo la carrera. Estudió derecho y como su primo hermano Miguel Maura llevaba la política en la sangre y apostó por el partido republicano conservador. A partir de la guerra civil la vida nunca fue igual para el autor de estas memorias. La nostalgia por el pasado y por Mallorca le animó a cultivar una rica vida interior, dedicada en gran parte a la escritura, la arqueología, la pintura, la fotografía, y al refugiarse en lo único que quedaba que era realmente suyo e impoluto: la memoria.