El narrador de este libro ha decidido pasar solo las últimas semanas de su vida. Por azar, baja del tren en el que se dirigía a París y se apea en Clermont-Ferrand, en el extremo norte de Occitania. Turistea, piensa, bebe vino, frecuenta prostitutas y charla con gente variada. Una esquina de mesa en una taberna sería mi lugar en el paraíso. Todo le sirve para hablar de la desaparición, la propia, la de su idioma, la de las ideologías. Y no pudiéndose hacer entender por los suyos, es a la humanidad entera que se dirige.
¿Será que en los breves grandes libros, como El extranjero y El libro de los finales, hay un precipitado de eternidad es decir, de lo permanentemente actual de todo tiempo y lugar? Edgardo Dobry